Empezaba a anochecer. Las primeras estrellas parpadearon en el firmamento y una brisa salada y fresca trajo consigo los sonidos leves del barco deslizándose al entrar en el muelle. Ansioso, me fui acercando sin perder de vista las siluetas que se dibujaban sobre la cubierta e intenté reconocer su figura entre las decenas de imágenes sin rostro apoyadas sobre las barandillas.
Sentí que el corazón me daba un vuelco y levanté la cabeza. Al ver aquel rostro tan envejecido me invadió una sensación de paz y de ternura. El desaliño de su ropa y el pelo blanco que le rozaba los hombros le daban el aspecto de un viejo poeta loco y bohemio. No pude evitar acariciarle la mejilla. El me miró con la mirada de un niño llena de ingenua sorpresa para preguntarme: Nunca te lo he contado, ¿verdad?
No, papá. Cuéntamelo.
Me pareció que sonreía antes de sumergirse de nuevo en su mundo trasparente lleno de imágenes frescas de un pasado que volvía a renovarse una y otra vez.
Cuando acabó la guerra pasé dos años en la cárcel. Durante las noches, aquellas noches extrañas y oscuras en las que el aire se llenaba de los fantasmas del hambre y del miedo, yo cerraba los ojos evocando su recuerdo y era su pelo…. Sí, su pelo: aquella luminosa cascada con el aroma del trigo.
Hacía algunos años que mi madre había muerto. Se fue de una manera muy tranquila. Sencillamente una tarde de verano, mientras todos estábamos en el jardín tomando café, se desvaneció en la silla y nos dejó para siempre.
Mi padre lo supo al instante. Se levantó de su asiento y, a pesar de los muchos años, la cogió como quien coge a un niño, la metió en el dormitorio y estuvo toda la tarde con la puerta cerrada. No permitió que nadie entrara.
Al fin, ya era de noche cuando conseguimos hacerle salir. Tenía el pelo revuelto y su aspecto había cambiado. Nunca volvió a ser él mismo. Él había sido siempre un hombre fuerte. Era de esa clase de hombres que se han hecho a sí mismos y nada en la vida parece que les haya sido negado porque saben cómo enfrentarse a todo. Desde aquel día se volvió reservado, taciturno. Poco a poco fue aislándose en un mundo propio y, a ratos, parecía tornarse ingenuo, cándido como un niño. No estaba enfermo, no estaba loco, sencillamente fue sacando de su vida todo aquello que no era importante para él.
Milagrosamente conseguí escaparme de la cárcel y me embarqué para América. Pasaron los años, durante mucho tiempo, no supimos nada el uno del otro. Trabajaba como un loco para abrirme camino pensando solo en ella.
Yo fui su primera hija, después, vinieron otras cuatro. El me llamaba su “primera americana” todas crecimos sabiendo que el amor de mi padre era mi madre. No había duda, nos quería, nos mimaba, pero para él la imagen de la sublime belleza era aquella mujer de ojos profundos y oscuros que encerraban en su fondo una chispa de la luna de España. La adoraba.
Bajaron los últimos pasajeros y ella no estaba en el barco…
Acaricié su mano. Alguien capaz de amar de esa manera, también es capaz de llegar muy adentro. A través de su piel capté sus sentimientos, el calor de sus emociones. Sus músculos estaban tensos y él estaba de nuevo en el muelle, desesperado.
En aquel momento alguien me tiró de la manga una vez, dos, tres veces. Volví la cara airado, para gritarle que se marchara, que me dejaran en paz. A mi lado vi el rostro de un muchacho. Pronunció muy despacio mi nombre: ¡Alberto!, ¡soy yo! En aquel momento se quitó la gorra negra y su pelo le cayó sobre los hombros. ¡Dios mío! Era su pelo… aquella luminosa cascada con el aroma del trigo.
Al llegar este momento siempre se reía con una risa contagiosa que hacía que se te saltaran las lágrimas. Vivía para ese instante hermoso en que encontró para siempre los brazos de mi madre. Lo demás, sencillamente, ya no existía.
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