Cuentan que Alonso de Ojeda, descubridor e incansable aventurero, allá por el año 1500, se llevó a Castilla a una hermosa india con la que se había casado en las espesas selvas del otro lado del mundo. Había llamado Isabel a la recién casada. La vistió con las mejores telas y la paseó por la Corte tocada con la mantilla española, para que nadie se confundiera: aquella mujer era una reina.
Y contaron sus deudos que venía Alonso de Ojeda de recorrer las costas del Nuevo Mundo inexplorado desde la península de Paria cuando, el 24 de agosto de 1499, sus barcos se encontraron a las puertas del inmenso lago de Maracaibo.
Navegaron aguas adentro buscando el paso hacia las tierras soñadas del Oriente y, con el ánimo de descansar, pusieron los pies sobre las húmedas tierras que lo circundan; caminaron entre la espesa vegetación a la búsqueda del misterio de lo desconocido, alertas a cualquier imprevisto. De repente, se hallaron rodeados de indígenas que, sorprendidos, contemplaban aquellos hombres barbudos, que tapaban sus cuerpos con telas y metales que destellaban amenazadoramente bajo los rayos de luz brillante que se entremetían entre las grietas de la espesura.
Durante unos instantes, todo pareció detenerse, se aplacó el ruido metálico de las espadas al desenvainarse y hubo un largo y expectante silencio. Poco a poco, los sonidos de la selva se fueron haciendo dueños de aquella extraña y mágica escena: acababan de encontrarse dos mundos con el ánimo de reconocerse.
Un indio emplumado se adelantó para situarse en el centro del claro del bosque; entre sus manos tensaba un arco y en su rostro se dibujaba un gesto que indicaba orgullosamente quién era el dueño de cuanto les rodeaba.
Se cruzaron las miradas entre los españoles buscando, como otras veces, una orden para empezar la lucha a muerte; aquellas tierras escondían hombres muy aguerridos. Alonso de Ojeda envainó la espada y caminó despacio hasta estar frente al jefe indio. Entonces, una muchacha descalza y con paso firme se situó al lado del indígena que sostenía su arco. Al sentirla junto a él, el gesto del indio se distendió, bajó los brazos y puso su mano sobre el hombro desnudo de la muchacha.
Ojeda ya no pudo retirar su mirada de aquella hermosa y valiente mujer de porte distinguido; era esbelta, con el color de la piel como el trigo dorado de Castilla, tenía el cabello liso y oscuro como la noche, con los ojos negros y rasgados.
Todos los españoles rieron a carcajadas cuando vieron a Ojeda hincar su rodilla en el suelo y, con un movimiento de su mano que rompió el hechizo, quiso dar a entender que seguiría a esa mujer hasta el fin del mundo. Aquel gesto de rendirse ante la inocente belleza lo cambió todo.
Los nativos, poco a poco, parecieron perder su desconfianza; vencidos por la curiosidad, se fueron acercando; con señas y extraños sonidos con los que deseaban hacerse entender les desvelaron el nombre del lugar: estaban en Coquivacoa y su cacique atendía al nombre de Guaraba.
De entre los árboles fueron apareciendo mujeres y niños con sus brazos repletos de frutas raras y olorosas; se acercaban cautelosamente para tocar las telas que cubrían a los españoles mientras señalaban las bóvedas que dibujaban la espesura sobre ellos, como si se tratara del más lujoso palacio, querían decir tal vez, que aquella era su casa y ahora también lo era de ellos.
Descansaron varios días en los que Ojeda, buscaba ansiosamente aquel cuerpo esbelto de mujer que veía entrar y salir entre miradas esquivas de unas primitivas chozas cubiertas de hojarasca.
Finalmente, satisfechos por haber gozado de aquel paréntesis de calma, la marinería se preparó para marchar. Habían recogido cuanta agua y comida pudieron almacenar en los barcos para continuar su viaje, pero como si el destino hubiese preparado el escenario para que aquel encuentro perdurase para siempre, el barco de Ojeda se quedó atrapado en las aguas del lago: la marea baja había dejado al descubierto una barra de arena que impedía el paso hacia el lago abierto frente a ellos.
Alonso de Ojeda lo entendió todo, bajó del barco y estuvo horas negociando con el padre de aquella hermosa mujer que, con los ojos abiertos, le miraba extasiada. Se llamaba Palaaira Jinnuu y era la hija del cacique. Al fin, este accedió a que su Guaricha recibiera el agua del bautismo cristiano sobre su cabeza y llevara el nombre de una reina española que mandaba ejércitos de hombres vestidos de metal, para conquistar tierras y almas, con el mensaje de la paz de parte de un Dios benevolente y magnánimo.
Cuando por fin las aguas cubrieron de nuevo las húmedas arenas, Ojeda partió llevándose a la Guaricha de Coquivacoa en la cubierta de su barco. A partir de ese momento, Isabel Ojeda se convirtió en su sombra: navegó con él por golfos, bahías y ríos, luchó a su lado con la destreza de una amazona, le servía de intérprete, curó sus heridas y le sirvió de consuelo cuando, desesperado, lloraba la muerte de tantos y tantos fieles compañeros que quedaron en los caminos de aquellos parajes tan inciertos de espesas selvas, traicioneros manglares y de indios aguerridos que emponzoñaban sus flechas para que no hubiera dudas sobre su intención de matar. Las caricias de Isabel le devolvieron cien veces a la vida.
Alonso de Ojeda era considerado un valiente explorador muy apreciado en la Corte, en su día, fue nombrado gobernador de las tierras por él descubiertas a las que llamaron La Nueva Andalucía y Venezuela, pero fueron demasiadas las perdidas que tuvo que sufrir en su difícil camino, los desvelos que afrontó agotaron su ánimo. El ver como se desmoronaba una y otra vez su proyecto de crear su mundo en el otro lado de la tierra le hizo sucumbir. Renunció a su cargo de gobernador y ya, viejo y cansado, pasó sus últimos cinco años de vida retirado en la ciudad de Santo Domingo, allí frecuentó el convento de San Francisco. Y cuentan que Isabel, en un hogar humilde, lo rodeaba con sus hijos para no perder ni un instante en la vida de aquel incansable luchador valiente y justo.
Cuando los frailes de San Francisco acudieron a su choza miserable al oír la noticia de su muerte, encontraron una carta en la que Alonso de Ojeda pedía ser enterrado en el suelo, en la misma entrada del templo franciscano, en donde todos pudieran pisar su tumba y así pagar sus errores.
Pocos días después de que fuera enterrado tal como él lo había deseado, los frailes encontraron a Isabel echada sobre la tumba de su esposo, estaba inerte; cuando fueron a recogerla para consolarla, descubrieron que estaba muerta; la Guaricha de Coquivacoa había muerto de tristeza.
Tal vez, el deseo de ambos fue crear un lugar para vivir en paz el milagro de su encuentro. No lo consiguieron en este mundo, pero la huella que quedó tras ellos fue la historia de un amor compartido que Isabel, con su gesto de fidelidad y entrega, se encargó de hacerlo perdurar más allá de la muerte hasta convertirlo en una hermosa leyenda.
Alonso de Ojeda y su esposa Isabel tuvieron tres hijos, Martín Alonso, Francisco e Isabel Ojeda, ellos fueron los primeros mestizos legítimos de América.Nunca se supo nada de ellos, fueron modestamente la semilla de una nueva civilización al otro lado del mundo.
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