Las mujeres en la conquista de México
Cuando pensamos en la conquista de México solemos imaginar ejércitos de hombres armados, capitanes a caballo y cañones que retumban. Pero entre las páginas de los cronistas, y especialmente de Bernal Díaz del Castillo, asoman también las huellas de mujeres que caminaron —y lucharon— en aquella aventura
Bernal Díaz del Castillo, con su estilo sencillo y a veces rudo, deja constancia de que hubo mujeres que negociaron, cuidaron, caminaron bajo el sol ardiente y, en ocasiones, pelearon con la misma fiereza que los hombres. En sus nombres —Marina, Beatriz, María, Francisca— palpita una memoria que merece salir de entre las sombras del relato. Pero no se olvidó tampoco de las veinte mujeres indígenas que, tras la batalla de Centla, fueron entregadas en Tabasco como parte de un acuerdo con los conquistadores. Todas pasaron a formar parte de la expedición, algunas como compañeras, otras como servidoras.

Entre ellas, y la más célebre, es Doña Marina, Malintzin, conocida como la Malinche. Para Bernal, no era solo intérprete: era la voz que hizo posible el entendimiento entre dos mundos. Su dominio de las lenguas mayas y del náhuatl permitió a Cortés negociar, persuadir y también sobrevivir. Su figura se alza como símbolo ambiguo: mediadora, consejera y protagonista de la historia.
Junto a ella aparece Beatriz de Palacios, “La Parda” o “La Mulata”, mujer mestiza de origen africano. Bernal la recuerda no como simple acompañante, sino como valiente socorro en los combates: curaba heridos, animaba a los soldados y, cuando la necesidad apretaba, empuñaba las armas. Beatriz de Palacios era mulata —de ahí su apodo “La Parda”— y una de las primeras personas afrodescendientes en establecerse en el Nuevo Mundo. Llegó en 1520 con la expedición de Pánfilo de Narváez, junto a su esposo Pedro de Escobar, un hombre nacido en Alaejos, provincia de Valladolid, que figura en la lista de pasajeros a Indias del 20 de marzo de 1514 y a quien se sitúa en Cuba en el año de 1518 entre las huestes que apoyaron a Juan de Grijalva en la exploración de Yucatán y del golfo de México. Más tarde pasaría a tierras continentales como conquistador, bajo el mando de Hernán Cortés. Pero fue Beatriz de Palacios, su mujer, quien por sí misma se ganó un lugar en la historia. No fue una simple acompañante, llegó a sustituir a su marido en las guardias y en el combate. Beatriz asumió todo tipo de tareas posibles. Pero el 30 de junio de 1520, las tropas de Hernán Cortés formadas por españoles y miles de aliados tlaxcaltecas, sufrieron grandes pérdidas al ser atacadas por los mexicas. Esta derrota les obligó a coger el camino de la huida y dejar atrás la ciudad de Tenochtitlan. Beatriz combatió en primera línea para proteger a sus compañeros y darles tiempo de huir. Se llegó a mencionar específicamente su participación como soldado armado de espada y rodela.
Otra figura que sorprende es María de Estrada, de quien el cronista afirma que luchó con espada y rodela, hombro a hombro con los soldados. Su nombre resuena especialmente en la “Noche Triste”, cuando la retirada se convirtió en desastre y toda mano capaz de luchar resultaba imprescindible.
Por su parte, fray Juan de Torquemada la nombra en su obra y Cervantes de Salazar en, Crónica de la Nueva España, recrea a Beatriz Bermúdez de Velasco, a la que llamaron, la Bermuda, en un episodio de la conquista de México, en el que habla de una mujer que, con la espada en la mano, insultaba a los españoles para animarles a que hicieran frente a los aztecas que ya les estaban obligando a batirse en retirada. El acontecimiento se enmarca en uno de los enfrentamientos ocurridos por la toma de Tenochtitlán, y viendo a españoles e indios amigos que venían huyendo les habló así:
«¡Vergüenza, vergüenza, españoles, empacho, empacho! ¿Qué es esto que vengáis huyendo de una gente tan vil, a quien tantas veces habéis vencido? Volved a ayudar a socorrer a vuestros compañeros que quedan peleando, haciendo lo que deben; y si no, por Dios os prometo de no dexar pasar a hombre de vosotros que no le mate; que los que de tan ruin gente vienen huyendo merecen que mueran a manos de una flaca mujer como yo»
Según Cervantes de Salazar, el efecto de sus palabras fue inmediato: los soldados, avergonzados y animados por la arenga, recobraron el ánimo y se lanzaron de nuevo contra los mexicas, librando una de las batallas “más sangrientas y reñidas” vistas hasta entonces de la que salieron victoriosos. De este modo, la crónica otorga a Beatriz Bermúdez un papel insólito y decisivo, pues muestra cómo la voz de una mujer pudo influir en el curso de la batalla, sosteniendo la moral en uno de los momentos más críticos de la conquista.

De Isabel Rodríguez es de nuevo Bernal Díaz del Castillo quien la recuerda en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (cap. XCVI) como “mujer cirujana”, encargada de atender a los heridos, curar heridas y animar a los soldados. Su carácter era tan recio que, en palabras de Bernal, “parecía más varón que mujer”.
Aunque no se conoce su origen exacto, se cree que pudo haber partido de Cuba junto a los expedicionarios de Hernán Cortés, y que ya entonces tenía experiencia como sanadora.
Isabel Rodríguez representa ese grupo reducido, pero fundamental de mujeres que acompañaron la Conquista: aportaban cuidados, apoyo logístico y espiritual, y en muchos casos actuaron con una valentía extraordinaria. Como a Higía, hija de Asclepio, a Isabel se la recuerda como la sanadora del ejército de Cortés: una suerte de médica de campaña que, entre ungüentos y espadas, sostuvo la vida en medio de la guerra. Fue una pionera en esas lides, una suerte de ángel de campaña que contribuyó a la supervivencia de muchos soldados.
De su vida posterior apenas sabemos nada: las fuentes guardan silencio tras la caída de México-Tenochtitlan, pero su nombre quedó grabado en la memoria gracias al testimonio de Bernal Díaz, que la consigna como ejemplo de valor y servicio.
Autores posteriores han sacado a la luz de entre las crónicas de aquel tiempo los nombres de otras mujeres compañeras de armas y de penurias que, junto a los hombres de Cortés, hicieron todo tipo de labores y servicios. No eran menos valientes que sus compañeros o sus maridos por quienes estaban en territorio de guerra. Así se nombra a: Francisca de Estrada, Beatriz Ordaz, Juana Martín, María de Vera, Elvira Hernández, Beatriz Hernández, Catalina Márquez, Juana López, Violante Rodríguez, Catalina González y Antonia Hernández. Lejos de ser figuras marginales, estas mujeres fueron parte activa de la conquista: sostuvieron cuerpos, voluntades y esperanzas. Y aunque sus nombres quedaron dispersos en las crónicas, su recuerdo sigue latiendo como una memoria que se niega a ser olvidada.
«Hiciéronse célebres en estas entradas algunas mugeres españolas que acompañaron voluntariamente á sus maridos, y que con los continuos males que sufrían, y con los ejemplos de valor que tenían siempre á la vista, habían llegado a ser buenos soldados. Hacían la guardia, marchaban con sus maridos, armadas de corazas de algodón, espada y rodela, y se arrojaban intrépidamente á los enemigos, aumentando, no obstante su sexo, el número de los sitiadores. […]»
Francesco Saverio Clavigero (1844). Historia antigua de México y de su conquista
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