Diego -El lengua del Almirante-
Cuentan que, de sus contactos con los portugueses, Colón había aprendido la costumbre de hacerse con algunos nativos del lugar que trataban de conquistar, para enseñarles la lengua y convertirlos en intérpretes, con el fin de poder comunicarse
Tal vez por esto, en cuanto llegó a la primera isla de las nuevas tierras descubiertas, tomó bajo su mano a un muchacho de apenas 14 años que debió quedar fascinado por aquellos hombres extraños que habían bajado de una montaña que caminaba sobre el agua, y que debían proceder del mismo cielo.
Era vivaz y expresivo. Con gestos y señales les hizo entender su disposición a mostrar cuanto quisieran saber. Así, cuando el propio almirante le invitó a subir a la nave capitana, el muchacho, confiado, lo hizo y Colón, ansioso por encontrar tierras mayores, dejó que le fuera señalando los rumbos escritos en el horizonte que, entre islas, ellos conocían de costear a golpe de canoa de una a otra playa.
Navegando siempre al oeste, recorrieron islas e islotes, fueron bautizando con nombres españoles a las que entonces llamaron islas de Bajamar. Así nombraron a la Santa Maria de la Concepción, la Fernandina, la Isabela, hasta llegar a una enorme tierra a la que denominaron Juana. Martín Alonso Pinzón, pudiera ser que, desconcertado al ver que las naves eran guiadas por los aspavientos de un niño, abandonó la compañía de los otros dos barcos y navegó por su cuenta sobre otras islas de aquel suave y enorme archipiélago que, como una pesadilla, parecía circular burlonamente en torno a los barcos.
Mientras tanto, Colón, ya en aquella tierra llamada Juana, permitió a muy pocos hombres que abandonaran las naves y se adentraran en la tupida arboleda que no prometía un buen recibimiento. Ante las dudas, siguieron costeando. Después de recorrer una pequeña parte del nuevo litoral, el 6 de diciembre, avistaron en la lejanía el extremo oeste de lo que resultó ser una gran isla que Colón bautizó enseguida como La Española. Allí recalaron. Un buen cacique los recibió con parabienes y días después, volverían a reencontrarse con la nave que capitaneaba Martín Alonso Pinzón.
Era la Navidad, los hombres festejaban y discutían sobre las estrellas y los vientos más propicios para regresar a España. Mientras la nao Santa Maria, libre de guía, se fue deslizando sobre las arenas hasta encallar para desesperación de todos. La nave quedó inservible para la navegación. Decidieron darle el único fin para el que ya podía ser útil: aprovechar las maderas de su casco para construir un fuerte, en donde refugiar a los que tenían que quedarse en aquella tierra desconocida por falta de sitio en las dos carabelas que habían sobrevivido.
En cuanto el pequeño refugio estuvo construido, a mediados de enero de 1493, la Pinta y la Niña emprendieron el regreso a España. Había que comunicar que la ansiada tierra del oriente había sido hallada.
Entre los que regresaban a España se encontraba ese muchacho a quien el almirante personalmente se esforzaba en enseñar el castellano y que empezaba a balbucear a su lado los nombres de las cosas. Ahora era Colón quien, desde la cubierta del barco, le señalaba su nuevo destino, un mundo impresionante, lleno de poder y de fuerza que estaba destinado a unirse con el suyo.
Junto a él, subieron a los barcos otros nueve nativos de las islas del oriente; dos de ellos eran hijos del mismo Guacanaganí, el cacique que los había recibido con gran cordialidad y asombro, en la isla que ya sería llamada por siglos La Española.
El viaje fue muy duro, días y días de mar incierto, tormentas y trabajos inagotables.
Durante la travesía, cuatro de los indígenas que les acompañaban cayeron
enfermos de debilidad y tristeza y murieron antes de llegar a tierra. Después
vendrían los días agotadores de viaje, cruzando la Península Ibérica de sur a norte,
ante el asombro de quienes les veían pasar envueltos en mantas
que apenas ocultaba las plumas de sus cabezas.
Por fin, llegaron ante los Reyes de Castilla; la Corte estaba desplegada por aquel entonces en los condados catalanes pertenecientes al reino de Aragón, probablemente en la ciudad de Barcelona. Colón se presentó ante los Reyes con pájaros exóticos, plantas curiosas, algunas piezas de oro y seis indígenas de los diez que habían llevado consigo y que sobrevivieron a la travesía de regreso.
Nadie había visto antes seres parecidos a aquellos extraños muchachos, tímidos y débiles, que parecían salidos de entre los árboles de una espesa y enigmática selva; eran la prueba viviente de los virginales y esplendorosos lugares encontrados.
«Trofeos con alma», decidió la reina y, con los demás nativos de las nuevas tierras, el preferido de Colón fue convertido en un cristiano más, en un solemne acto de bautismo en el que debió ser apadrinado por el hijo del mismo almirante, quien le impuso su nombre, Diego.
Y Como Diego Colón, volvería a su tierra en el segundo viaje colombino, entre una enorme multitud de gentes que se agolpaba en los barcos, rodeados de animales, plantas y extraños artilugios que llenaban las bodegas, destinados a transformar el mundo exótico y cálido del otro lado del mar en otra nueva y esplendorosa Castilla.
Dicen quienes le conocieron que, después de haber sobrevivido a dos viajes transatlánticos, y a todas las enfermedades y penurias que asolaron las islas antillanas durante aquellos tiempos difíciles, vivió muchos años más, convertido en uno de los caciques principales de la isla de La Española, colaborando siempre en la acción civilizadora de quienes trataban de poner orden cristiano en aquellas tierras.
Se casó bien y su hijo, llamado como él, Diego Colón, viajó como lo hiciera su padre a Castilla, probablemente con el afán de regresar a su tierra e impregnar de la cultura castellana a los hijos de sus hermosas islas. No tuvo éxito ese intento, pues pronto murió en la casa de un tal García Sánchez de la Plaza, vecino de Sevilla.
Fuente: Esteban Mira Caballos :CACIQUES GUATIAOS EN LOS INICIOS DE LA COLONIZACIÓN: EL CASO DEL INDIO DIEGO COLÓN