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La Perla Peregrina

 

La perla Peregrina
Retrato póstumo de Isabel, esposa de Carlos I -Tiziano-

Francisco López de Gómara, en su «Historia General de las Indias», da testimonio de la existencia y primeros pasos de la perla peregrina que debe su nombre a la más sencilla intención de identificar una pieza extraña y caprichosa, de singular rareza. Sin embargo, el tiempo ha convertido ese nombre en un mágico destino, derivado en un caminar devoto hacia su propia inmortalidad.

      En cuanto Vasco Núñez de Balboa llegó al golfo de San Miguel, de cara al recién descubierto Mar del Sur, tuvo noticias de unas islas, en las que las perlas se producían en gran cantidad y, en una canoa, se dirigió a ellas. A penas logró divisar la mayor de esas islas a la que llamó «la Isla Rica» -hoy es la Isla del Rey-; a toda la región plena de islas e islotes salpicados en el océano lo llamó el Archipiélago de las Perlas.

Y cuentan que allá por el año 1514, llegó a las regiones de la Tierra Firme, recién bautizadas por el Rey Fernando como la Castilla del Oro, un ambicioso y viejo militar: Pedro Arias Dávila, cuya codicia no tenía límites. Estaba deseoso de poder y de gloria personal, pero la diosa fortuna hizo que se cruzara en su camino un hombre singular, que fue capaz de encontrarse con el tan buscado mar del otro lado del mundo, al que llamaron Mar del Sur; era Núñez de Balboa, alguien a quien siempre envidió por su carisma, su capacidad de negociación, su incansable ingenio, su suerte y osadía. 

Para conseguir sus fines, el astuto gobernador hacía que cualquier persona que se le aproximara, se convirtiera en un artífice más al servicio de su ambición. Gaspar Morales, pariente del gobernador, no lo fue menos; había llegado a las Indias en busca de gloria y riqueza como todo conquistador, y se puso al servicio del hombre más poderoso de aquellas tierras. Pedro Arias Dávila, en su afán de expandir los dominios de Castilla del Oro bajo su nombre y gobierno, lo envió a conquistar y subyugar a los nativos del Archipiélago de las Perlas, que prometían grandes riquezas, traducidas en perlas de extraordinaria pureza y por lo tanto, de un elevado precio.

La Perla Peregrina
La Peregrina

     Gaspar Morales salió de El Darién con ochenta hombres, llevaba como su lugarteniente a Francisco de Pizarro, y navegó hasta la isla de Terarequí, a la que bautizó como «isla de las Flores». Combatieron a los indios que se les oponían, obteniendo la victoria para, al fin, subyugarlos. Entre los vencidos había un cacique que poseía gran cantidad de perlas. Al entregar sus ofrendas de vasallaje, se deslizó entre sus dedos una singular pieza del tamaño de una nuez y con forma de lágrima que cautivó a los dueños de las nuevas tierras.

    Aquella muestra de lo que aguardaba en esas insignificantes islas del Archipiélago de las Perlas llegó a las manos de Pedro Arias Dávila quien debió regalársela a su mujer, la hábil Isabel de Bobadilla. Ella procedía del más alto estamento de la corte castellana y sabía que, con aquella singular pieza, se le acababa de entregar un arma valiosa, capaz de abrir las puertas mejor cerradas para poder satisfacer su insaciable sed de títulos, cargos y prebendas de los que participaba al lado de su marido.

       La pieza era tan perfecta, tan grande y vistosa que no dudó en hacérsela llegar a la propia emperatriz Isabel, esposa de Carlos I, quien tantas veces tomaba las decisiones más transcendentales en nombre de su marido, siempre atrapado en sus eternos viajes a lo largo y ancho de su inquieto y belicoso imperio.

      ¿Quién podría ser mejor aliada para Isabel de Bobadilla que la propia emperatriz?

     Y en el pecho de la bellísima Isabel de Portugal, esposa del emperador Carlos, lució por primera vez como parte del tesoro de la corona española, gracias a los pinceles de un pintor de la corte que, más tarde, una vez muerta la reina, sería reproducido por el inmortal Tiziano por expreso deseo del emperador, quien no podía olvidar a su esposa injustamente fallecida con poco más de treinta años. Tras la temprana muerte de la emperatriz, las joyas pasaron a manos de su hijo y sucesor, Felipe II.

     Y con Felipe II, el rey que rigió los destinos de medio mundo, comenzó el incansable deambular de «la Peregrina» que, a lo largo de los siglos, ha asomado sobre los terciopelos regios de las dueñas de los tronos de Europa para acabar sumergida en la leyenda de ser la perla más codiciada que haya surgido nunca de entre las aguas del mar.


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