El juramento de Cipango y de Catay
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El juramento de Cipango y de Catay

 

Los viajes de Marco Polo por el Oriente del mundo habían penetrado profundamente en el imaginario de los habitantes del viejo imperio romano a punto de extinguirse para siempre. En la fértil mente de un hombre como Colón se habían unido los conocimientos de los sabios clásicos que hablaban de la redondez de la tierra con las descripciones de los riquísimos territorios que pertenecían al Gran Khan y a lo que el «Libro de las Maravillas», llamaba Catay.

Entre otras imágenes fantásticas, en la isla de Cipango, frente a las costas de Asia, el oro cubría los techos de las casas de los habitantes de aquellas lejanas tierras…


Corría el año 1493, la gran expedición que supuso el segundo viaje colombino ya estaba en los territorios de las nuevas tierras descubiertas con centenares de personas dispuestas a transformarlas en una nueva Castilla.

     A pesar de los grandes inconvenientes y las muchas dificultades a las que se enfrentaron los recién llegados, una vez estuvo organizada la administración de la nueva ciudad de la Isabela, en la costa, así como la construcción del fuerte de Santo Tomás, en la región del Cibao, Cristóbal Colón puso todo en manos de su hermano, Diego Colón y de Pedro de Margerit, respectivamente, y decidió continuar sus exploraciones a la búsqueda del encuentro con el continente en el que habitaba el Gran Khan.

     Quince de las naves que llegaron a la Española habían partido de regreso a la península para solicitar refuerzos, medicinas y víveres. De las cinco naves que permanecían en La Isabela, Colón eligió tres carabelas: la Niña, la San Juan y la Cardera. A bordo de las naves iban 98 tripulantes; entre ellos viajaban grandes marinos y magníficos cartógrafos como el mismo Juan de la Cosa; con ellos iba también Diego, el lengua de Colón, para hacerse entender con quienes se fueran encontrando.

     El 24 de abril de 1494, las naves dejaban la Isabela y, desde el norte de La Española, cruzaron al sur de la isla de Cuba, a la que Colón había denominado Juana. Desde allí se desviaron, con rumbo sur, hacia una isla aún no descubierta, a la que los nativos de la costa que acababan de abandonar nombraban como Iamahich, en la que podrían encontrarse enormes riquezas. Tal vez fuera esa isla de la que el Almirante ya había oído nombrar en el primer viaje como isla de Baneque, poseedora de gran abundancia de oro.

   Enseguida, las noticias de esas grandes riquezas en la isla se evidenciaron como falsas. Pero en su recorrido los expedicionarios vivieron no pocas experiencias: se sabe que por primera vez en aquellos lugares, se dieron cuenta de la eficacia de utilizar perros para defenderse y disuadir a sus atacantes, pues a su llegada a tierra, fueron recibidos por una multitud de canoas llenas de indígenas que rodearon las carabelas con ánimo de pelear; algo que rehuían los navegantes por estar muy alejado de su interés. Con esa misma aptitud agresiva se volverían a encontrar en numerosas ocasiones a lo largo de la costa, dando muestras de la belicosidad de los nativos.

     Pero también consiguieron contactar con alguna tribu pacífica, cuyos miembros, dicen los cronistas, los consideraron «gentes venidas del cielo», y alguno de ellos se obstinó en convencer al Almirante para partir con los viajeros de las carabelas y poder así pertenecer para siempre a aquella fabulosa muestra de una civilización venida del más allá. Recorrieron sus costas y abandonaron la isla a la que llamaron, isla de Santiago, volviendo de nuevo a la costa sur de Cuba.

   Se sucedieron días de navegación, siempre con rumbo Noroeste, entrando y saliendo de una costa endiablada, que parecía querer protegerse con una multitud de pequeñas islas que formaban canales y estrechos poco profundos, dificultando gravemente el discurrir de las naves.

     En un primer encuentro con esos pequeños archipiélagos, Colon llegó a contar 174 islas, a las que bautizó como «El Jardín de la Reina»; pues, en sus cartas de relación, las describen como tierras exóticas de gran belleza en las que se enseñoreaban los flamencos de lujosos plumajes, pero prácticamente desiertas. Solo en una de ellas, a la que bautizaron como, Santa Marta, encontraron algún pequeño poblado con indicios de vida primitiva.

El juramento de Cipango y de Catay
Ilustración del Libro de las Maravillas

Durante más de treinta días, entraron y salieron de aquel difícil litoral que iba reafirmando a Colón en la certeza de que navegaban a través de aguas asiáticas, pues en el Libro de las Maravillas se hablaba de un sin fin de pequeñas islas que precedían al continente. Por otro lado, al tomar contacto con algunos habitantes pacíficos con quienes podían comunicarse, recibían curiosas informaciones: hablaban de estar pisando las tierras de Magón, tan parecido a ese otro nombre de, Mangui, repetido por Marco Polo como la región más rica del reino del Gran Khan. Otras veces, era a través de sus propios ojos como se confirmaban sus sospechas, pues, al adentrarse en tierra para cazar y cargar de agua sus barcos, se habían visto hombres de piel muy clara, vestidos con túnica blanca, a quienes persiguieron para contactar con ellos, pero sin conseguirlo; otras veces eran las noticias de los propios nativos asegurando que, más allá de las montañas que se divisaban en la lejanía, reinaba un cacique vestido de blanco. Para Colón, sin duda, se trataba del mítico Preste Juan.

     La quimera de Colón de llegar a España por el Oriente empezaba a presentarse como una realidad al alcance de la mano, solo había que encontrar un paso para enlazar con el otro lado del mundo. Pero él, como hombre práctico y gran marino, sabía que, después de las condiciones en las que habían navegado en el largo y accidentado cabotaje, las quillas de los barcos estaban quebrantadas, las cuerdas, las velas y las jarcias podridas, así como, la comida corrompida. Todo hablaba en contra de hacer posible el soñado retorno en aquellas condiciones.

     Al llegar a, lo que después se sabría, era la parte más occidental de la isla de Cuba, sin que se divisara su fin, Colón decidió renunciar a encontrar ese paso buscado y las tres carabelas regresaron a la Isabela. 

     Pero Colón necesitaba pruebas de que sus aseveraciones sobre el encuentro por fin con la tierra de las especias, que cerrarían el círculo del mundo, eran ciertas. Posiblemente desesperado ante la impotencia por no disponer de nada entre sus manos para mostrar lo que creía la verdad, el día antes de emprender el regreso, tuvo la feliz idea de hacer valer el testimonio de sus experimentados hombres de mar y mandó preparar un documento para que fuera firmado por todos ellos, asegurando que la costa que dejaban atrás era tierra firme y, por lo tanto, era el continente asiático.

    Debió de tener que enfrentarse a las contradicciones de aquellos avezados marinos que, poco convencidos de lo que Colón afirmaba, no les bastó con la fe en el sabio instinto del Almirante.  Y Colón, como virrey de Las Indias, no encontró otra fórmula más adecuada que obligarles a manifestar que así lo reconocían. Por lo que, en uso de su autoridad, les hizo firmar, con la obligación de callar para siempre a fuer de perder la nariz más la elevada suma de 10.000 maravedíes, cada vez que lo repitieran, que serían cien azotes si el delator fuera grumete u oficio similar.   

”no yo ni vydo ysla que pudiese tener 330 en cinco leguas en una costa de poniente o levante y Aín no acababa de andar, y que veía ahora que la tierra tornaba al sur sudeste y al sudoeste y oeste y que ciertamente no tenía duda alguna que fuese la tierra firme, antes lo afirma y defendería pues la tierra firme y no isla y que antes y que antes de muchas lenguas navegando por la dicha costa se fallaría tierra adonde tratar gente política de saber y que saben el mundo etc.

El documento está recogido en el A.G.I., Patronato 8, Ramo 11, en dos hojas sueltas, como: Información y testimonio de cómo don Cristóbal Colón y los que con él iban, descubrieron la tierra firme. Fue trasladado por Diego de Peñalosa en la Isabela, el 14 de enero de 1495, junto al testimonio firmado por Fernán Pérez de Luna en Cuba a petición del virrey. 

No se ha encontrado en ninguna de las crónicas rastro de este documento. Hernando Colón, al escribir sobre los viajes de su padre, así como Bartolomé de las Casas, Bernáldez, el Cura Palacios o alguno de los presentes en ese segundo viaje sobre el que escribieron, como lo hizo, Michele Cuneo, tampoco lo mencionan. Tal vez avergonzó a todos: los presentes por la fuerza con la que se impuso y los cronistas, por no querer devaluar la figura encumbrada de Don Cristóbal Colón.

Fuente: Tesis doctoral de Mª Monserrat León Guerrero – Universidad de Valladolid-

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