Jerónimo Aguilar -El libro de las horas-
En tiempos de los viajes de las exploraciones y de las conquistas del Nuevo Mundo, las vidas de muchos hombres y mujeres españolas se perdieron para siempre en aquellas tierras, bien porque eran capturados en sus encuentros con los nativos, desaparecían como consecuencia de los naufragios o porque, juzgados por motines y desobediencias, resultaban reos de ser abandonados a su suerte en las tierras desconocidas y sin límite en las que podían, o no, encontrar otra vida.
Cuenta Bernal Díaz de Castillo, en su «Historia verdadera de la conquista de la Nueva España», que Cortés había sabido de españoles que estaban en poder de los indios allá por las tierras que llamaron Yucatán y mandó llamar al mismo Díaz de Castillo y a un tal, Martín Ramos, de origen vizcaíno, para preguntarles su parecer sobre aquello que habían oído en boca de los indios de Campeche, cuando estuvieron con Hernández de Córdoba y que gritaban: «Castilan, Castilan». Ellos se lo volvieron a contar según habían visto y oído.
Entonces, Cortés les dijo que había pensado mucho en ello y que convendría saber más, preguntando a los caciques de Cozumel si tenían alguna nueva de esos españoles. Y con el indio Melchorejo, que ya sabía algo de la lengua castellana y sabía muy bien la que hablaban en Cozumel, se les preguntó a todos los principales. Todos respondieron que habían conocido a ciertos españoles, que vivían como esclavos a dos soles de distancia y tierra adentro.
Interesado Cortés en dar con el paradero de aquellos esclavos españoles, redactó cartas para esos hombres que estaban perdidos y dio a los indios que habían de ir a buscarlos, camisas y regalos, prometiendo más a su vuelta. Estos dijeron a Cortés que les diesen presentes también para los caciques de quienes habían de ser liberados. Y así se hizo entregándoles objetos propios para un intercambio.
Decididos a encontrarlos, se aparejaron dos barcos pequeños con algunos escopeteros y ballesteros comandados por Diego de Ordaz, mandándoles Cortés que esperaran durante ocho días frente a la punta de Catoche en tanto que, con la nave más pequeña, iban y venían con las respuestas a las cartas que él les enviaba.
Partieron las naves y en dos días se las entregaron a un español, llamado Jerónimo de Aguilar que se alegró mucho. Con los regalos que enviaba Cortés, se presentó al cacique, de quien era esclavo para que le diera licencia para marchar con sus hermanos, y este se la dio.
El tal Jerónimo Aguilar, antes de partir, fue en busca de su compañero Gonzalo Guerrero, a quien no pudo convencer de que regresara, pues según él mismo pudo ver, estaba muy bien considerado entre los indios, casado con una mujer de su tribu y con tres hijos.
Decidido a marchar, Jerónimo fue al encuentro del barco que debía estar a la espera de su llegada, pero se habían marchado, ya que había transcurrido el plazo sin que él y los indios que le acompañaban aparecieran.
Ordaz, por su parte, había vuelto presentándose a Cortés, quien se enfadó por no traer noticias de españoles e indígenas. Sin lo que les había retenido, la expedición de Cortés reemprendió de nuevo su viaje, pero tuvieron que regresar a Cozumel para arreglar una de las naves.
Cuando llegó a oídos de Jerónimo de Aguilar que las naves habían regresado, se puso en camino con los indios que le trajeron las cartas, hasta encontrarse con los españoles, quienes no pudieron reconocer al que venía mezclado en el grupo como un indio más. Según las propias palabras de Díaz del Castillo: el hombre era moreno, trasquilado a la manera de un esclavo, traía un remo al hombro, una catara vieja calzada y la otra atada a la cintura, una manta vieja, muy ruin y un braguero peor con que se cubría sus vergüenzas; traía atada en la manta un bulto que eran Horas muy viejas. Tal vez fue ese libro religioso el que mantuvo a Jerónimo unido a su auténtico ser y a su propia vida, pues lo primero que preguntó a los soldados fue si aquel día era miércoles: había rezado diariamente con su Libro de Horas y quería saber si ocho años más tarde había conservado con exactitud la cuenta de los días.
Cortés, como ya habían hecho los demás al verlos aparecer, preguntó: que qué era del español.
Jerónimo, entonces, al modo como lo hacían los indios, se puso en cuclillas y dijo: «Soy yo».
Seguramente conmovido por el extraño ser que tenía frente a sí, Hernán Cortés le vistió con sus propias manos y le preguntó por su vida, de dónde era y de cómo vino a parar a aquella tierra.
Y contó Jerónimo que era de Écija, tenía órdenes de evangelio y hacía ocho años que se habían perdido después de sufrir un naufragio, él y otros quince hombres y dos mujeres que embarcaron en el Darién rumbo a Santo Domingo. Solo unos cuantos de ellos consiguieron salvarse del naufragio, en un precario bajel, en el que se encontraron sin agua y sin alimentos. Entre ellos estaba el mismo, Jerónimo Aguilar, Valdivia y el marinero Gonzalo Guerrero. Durante quince días permanecieron a merced de las corrientes marinas; algunos murieron de hambre y sed y fueron arrojados al mar.
Finalmente, los pocos que quedaban con vida arribaron a la costa oriental de Yucatán, donde fueron capturados por los indios mayas, uno de cuyos caciques sacrificó a sus dioses a Valdivia y a cuatro hombres más y puso al resto en prisión. Los que consiguieron escapar se ocultaron en la selva, hasta que cayeron en manos de otro cacique que gobernaba la región de Xamahná. Este cacique, enemigo del anterior, dio amparo a los fugitivos, pero los redujo a servidumbre. Pronto fueron enfermando y muriendo, hasta quedar vivos solamente Aguilar y Gonzalo Guerrero.
El encuentro con Aguilar, que hablaba a la perfección la lengua maya después de ocho años viviendo en Yucatán, fue providencial Cortés, que desde ese momento lo puso a su lado como interprete fiel en todas las negociaciones y acuerdos con los mayas.
La primera misión de Aguilar fue la lectura pública en Tabasco del requerimiento, que fue contestada por los indios con una rociada de flechas y con la amenaza de matar a todos los españoles que se atrevieran a entrar en sus aldeas. Pero Cortés no estaba dispuesto a claudicar y poco después se produjo la batalla de Centla, en la que el ejército del conquistador se alzó con la victoria.
Al día siguiente de la gran victoria, 15 de marzo de 1519, los caciques de Tabasco se presentaron ante los españoles para sellar una alianza de paz y les hicieron entrega de un presente de mantas de algodón y piezas labradas en oro, así como de veinte jóvenes indias para su servicio.
Jerónimo Aguilar siguió haciendo de intérprete durante el recorrido de la expedición por tierras mayas. Cuando se internaron en territorio azteca, los españoles descubrieron que una de las indias, entregada como presente, hablaba tanto el maya como el azteca; era la Malinche, a la que ya habían bautizado como Marina.
Se estableció entonces un triple sistema de traducción: los aztecas hablaban a la Malinche en su lengua y esta lo traducía al maya para que Aguilar que, a su vez, se lo comunicaba en castellano a Cortés y sus hombres.
Cuando la Malinche aprendió el castellano, se hizo innecesaria la colaboración de Aguilar como intérprete y este se integró en la hueste de Cortés como soldado. En calidad de tal, participó en todos los sucesos de la Conquista y en los combates librados contra los aztecas hasta la caída de su imperio en agosto de 1521.
Al término de la Conquista, Aguilar se estableció en la capital de México, donde permaneció hasta el fin de sus días. Fue premiado por los servicios prestados en la conquista y ocupó cargos en la administración de la nueva gobernación. Algunos historiadores afirman que tuvo una hija natural con una india llamada Elvira Toznenitzin, de cuya relación nació una hija, Luisa de Aguilar. No se ha podido afirmar con certeza, pero sí que murió en 1531, cerca del río Pánuco, en el actual México.
Los Libros de Horas representaron en su momento una nueva forma de religiosidad que permitía la participación más directa de cada creyente en la oración. Estaba formado por un conjunto de oraciones, salmos, himnos y antífonas que los fieles debían rezar o entonar a lo largo de las ocho horas canónicas en que se hallaba dividido el día. Aparece como revelador de los nuevos modos de oración de la Baja Edad Media que permitía la oración individual más que colectiva.
Estaban hechos a mano, no existen dos iguales en todo el mundo;
los autores los creaban pensando en el destinatario, normalmente por encargo.
Fuentes: RAH – Jerónimo de Aguilar
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