Los Caballeros de las Espuelas de Oro
Al principio, no había hombre por nacimiento mejor que los demás, pues todos descendían de un mismo padre y madre. Pero cuando la envidia y la codicia se apoderaron del mundo y el poder se impuso sobre el derecho, ciertos hombres fueron señalados como garantizadores y defensores de los pobres y los humildes.
Lanzarote del Lago, libro del ciclo de la Vulgata.
Se pudo leer en los escritos de los cronistas de la época, y más tarde en los propios de Fray Bartolomé de Las Casas -cuyas obras, excepto La Brevísima Relación, fueron traducidas al español doscientos años después-, que, el fraile, en torno al año 1520, concibió un plan de evangelización inspirado en las novelas de caballería, que gozaban de gran influencia entre las gentes de aquellos tiempos.
Y contaban esos escritos que fray Bartolomé había fracasado en sus intentos de convencer al rey de la necesidad de eliminar en las Indias el sistema de las «encomiendas»; para lo cual, el cardenal Cisneros había enviado a informarse sobre el terreno de tan graves cuestiones a tres monjes jerónimos. Ellos no vieron los mismos inconvenientes que veía fray Bartolomé y manifestaron su disconformidad con las opiniones de este.
Decepcionado por los resultados adversos, el fraile regresaba a la península, con la intención de quedarse definitivamente en su ciudad de Sevilla cuando, de camino, cayó enfermo con unas fiebres y fue recogido y cuidado en su larga convalecencia por la familia de Blas Hernández, unos modestos campesinos de la provincia de Soria. Allí tuvo ocasión de observar a quienes vivían de la tierra y se quedó admirado de la religiosidad y la laboriosidad del mundo rural castellano.
Concibió entonces la idea de que esas gentes, poseedoras de tan sólidos principios, eran la solución perfecta a los problemas de la evangelización de los indios. Y decidido, como al parecer siempre lo fue, el buen fraile así lo pensó, lo maduró y así lo expuso: necesitaba familias de labradores castellanos dispuestas a instalarse en los nuevos territorios de las Indias en donde forjarse un futuro.
«El remedio de la evangelización estaba en asentar allí buenos labradores, que conquistasen las tierras con su trabajo, y las almas de los indios, con su ejemplo de buenos cristianos».
Esos labradores formarían una orden militar a los que llamaría «los Caballeros de la Espuela de Oro». Para ello, vestirían un hábito parecido al de los frailes:
«Sería de color blanco por fuera, con cruces coloradas de la misma forma y color que los caballeros de Calatrava, salvo que a cada cruz se le añadirían ciertos ramitos arpados. Al cinto no ceñirían espada sino biricú (cinturón) de cuero y pendiendo de él un crucifijo».
La capitulación para la evangelización pacífica de la tierra fue firmada por el rey el 19 de marzo de 1520. Fray Bartolomé sería el administrador de los indios de la Costa de las Perlas. Se fijaron la rentas que debían pagar los colonizadores y la concesión del título de caballeros de las escuelas doradas a las 50 personas que iban a sufragar los gastos; a los colonizadores se les concedió escudo de armas y el hábito ya descrito, que habría de servir para que los indios no los confundieran con los malos españoles, sino que los tuvieran por frailes, a los que tan bien querían.
Pero las dificultades se fueron abriendo paso desde el primer momento. Al parecer, el obispo Rodríguez de Fonseca, hombre práctico donde los hubo, modificó el documento real y el encargado por él de facilitar los trámites en la corte efectuó en la ciudad de Antequera un particular reclutamiento consistente en unos 200 amigos, gentes de los bajos fondos y unos pocos labradores. Y estos fueron quiénes es embarcaron para las Indias.
Al llegar a la isla de La Española los expedicionarios estaban enfermos, las plantaciones que llevaron consigo se habían echado a perder y las autoridades indianas no sabían donde establecerlos a la espera de iniciar expediciones de colonización en Tierra Firme. Cuando por fin se pudieron paliar los inconvenientes y llegaron las nuevas ayudas de la península, los primeros expedicionarios ya se habían integrado en otros oficios u ocupaciones de la isla.
A pesar de todo, fray Bartolomé continuó obstinado en su propósito tal como lo había concebido y, resueltos los inconvenientes, se embarcaron nuevamente rumbo a la tierra de la utopía, el día 11 de septiembre de 1520.
Esta vez, la expedición estaba compuesta por 70 familias de labradores de la provincia de Soria. Eran hombres decididos y valientes que prefirieron perder sus haciendas en Castilla, con tal de ser dueños de sus destinos en las Indias, en donde pretendían crear un nuevo futuro para ellos y para sus hijos. En el viaje, se les unió un marino de la tripulación llamado Miguel Carriazo, un antiguo labrador.
De paso por la isla de San Juan de Puerto Rico tuvieron la desagradable noticia del desastre ocurrido en el convento de Chichiriviche, ya en Tierra Firme: había sido destruido por los indios y los frailes que lo regentaban habían sido asesinados.
«Con ese monasterio contaba yo para comenzar nuestra tarea y pensaba estar allí el primer poblado y en eso estaba conforme fray Pedro de Córdoba. Es de suponer por tanto el sofoco que me di cuando llegar a San Juan de Puerto Rico me dijeron que el tal monasterio había sido destruido».
Y supo fray Bartolomé que, por causa de esa destrucción, se estaba preparando una expedición punitiva contra los indios agresores. Volvió entonces a La Española para tratar de evitarlo. Allí su nave fue saboteada y, enfurecido, quiso regresar a España para que se le dieran plenos poderes. Pero las autoridades de La Española, temiendo hasta donde podía llegar aquel fraile, que tan bien se movía en las esferas de la Corte, se mostraron complacientes, proponiéndole negociar con él unas atractivas concesiones. Una vez se hubieron acordado las novedades, el fraile regresó a San Juan de Puerto Rico con un barco bien aprovisionado, en donde suponía le esperaban sus labradores, impacientes por llegar al ansiado destino.
La sorpresa del fraile, al entrar en el puerto, fue darse cuenta de que nadie lo recibía y que la causa no era, como en un primer momento creyó, la peste, sino que, al parecer, mientras él lidiaba en La Española contra obstáculos e intrigas, se había corrido la voz de que había regresado a la península para no volver nunca más. El engaño fue aceptado por la mayoría de los labradores, que vieron más seguro enrolarse en una prometedora expedición a La Florida, preparada por el propio descubridor, Juan Ponce de León, que seguir a la espera de quien aparentemente les había abandonado a su suerte. Tan solo Miguel Carriazo, Blas Hernández y su familia sospecharon del engaño y se quedaron esperando al fraile.
Fray Bartolomé, aunque profundamente desilusionado, embarcó con sus escasos colonos hasta la Costa de las Perlas para intentar cumplir su misión, instalándose en el poblado de Cumaná. Los habitantes de las vecinas islas, habitadas por buscadores de perlas, continuaron con sus incursiones a los poblados indios de la costa con el pretexto de abastecerse de agua, de lo cual el fraile se quejaba una y otra vez a las autoridades que, al parecer, hacían oídos sordos a sus peticiones. Puesto que la inacción no era lo propio de fray Bartolomé, un buen día, con el pretexto de una posible rebelión de los indios, partió para la península y nunca más regresó a aquel rincón de la Costa de las Perlas, cuyo nombre, Cumaná, aún perdura.
Se sabe que la vida de los colonos fieles que se quedaron resultó próspera; la familia de Blas Hernández, se asentó con sus hijos y otro más que vino más tarde desde Soria, así como también, Miguel Carriazo quien se casó con una india cacica, llegando a ser cacique él mismo y defendiendo a los suyos contra las incursiones de los españoles.
Por su parte, los expedicionarios que fueron a la Florida no corrieron tan buena suerte, pues murieron a manos de los agresivos habitantes de aquellas tierras: los Timuas y Seminolas, incluido el propio Juan Ponce de León, quien murió por las heridas causadas en la guerra contra los indios Calusa.
No se sabe que uso se llegó a dar a aquella romántica parafernalia de capas, escudos y cruces, pero fray Bartolomé de Las Casas, que aún viviría otros cuarenta años, siguió deambulando por las tierras del Nuevo Mundo durante mucho tiempo. A su paso, siempre fue dejando constancia de sus actividades en pro de la defensa de los indios, no así de los españoles, de tal manera que su memoria nunca podrá ser olvidada. Sin duda el buen fraile, para bien y para mal, ha dejado una profunda huella, pues fue un inagotable creador de imaginativas e infantiles leyendas.
Fuentes: La primera utopía lascasiana en Bartolomé de las Casas, crónica de un sueño, de José Luis Olaizola (1991)
Miguel Ángel DE LA FUENTE GONZÁLEZ
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