Los Doce Apóstoles de México
A petición del propio Hernán Cortés, quien reiteradamente solicitaba de la Corte española el envío de «hombres de fe», el Papa Adriano VI y el Rey Carlos I de España enviaron una comitiva de frailes encargados de convertir a los indios de la Nueva España al catolicismo.
Fueron elegidos doce frailes que estuvieron el mes de octubre de 1523 reunidos con el Padre General de la Orden Franciscana, en el convento de Santa María de los Ángeles, en la provincia de San Gabriel de Extremadura, España. El general de esa misma Orden, Padre Quiñones, eligió a Martín de Valencia como superior de los que debían llevar a cabo la evangelización.
Junto a Martín de Valencia estuvieron otros once frailes: Francisco de Soto; Martín de Jesús o de la Coruña; Juan Juárez, Juan de Palos, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente, García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas, Francisco Jiménez, y Andrés de Córdoba.
El día 30 del mismo mes de octubre se les dio la patente y obediencia con que habían de partir. El mismo, padre Quiñones, les entregó por escrito las instrucciones que debían seguir para la evangelización que se les encargaba —hay autores que consideran este escrito como La Carta Magna de la civilización mexicana—.
«Vuestro cuidado no ha de ser aguardar ceremonias ni ordenaciones, sino en la guarda del Evangelio y Regla que prometisteis... Pues vais a plantar el Evangelio en los corazones de aquellos infieles, mirad que vuestra vida y conversación no se aparten de él» (Jerónimo de Mendieta, Hª Eclesiástica Indiana, III,9). Les recuerda, en primer lugar, que los santos Apóstoles anduvieron «por el mundo predicando la fe con mucha pobreza y trabajos, levantando la bandera de la Cruz en partes extrañas, en cuya demanda perdieron la vida con mucha alegría por amor de Dios y del prójimo, sabiendo que en estos dos mandamientos se encierra toda la ley y los profetas».
Y así fue, efectivamente, en pobreza y humildad, en Cruz y alegría, en amor desinteresado y pleno, hasta la pérdida de la propia vida, como los Doce fueron a México estuvieron dedicados a predicar a Cristo, formando allí «la custodia del Santo Evangelio».
El 13 de mayo de 1524 llegaron al puerto de San Juan de Ulúa, en Veracruz.
Cuenta Bernal Díaz del Castillo (cp.171) que, en cuanto supo Cortés que los franciscanos estaban en el puerto de Veracruz, mandó que por donde viniesen barrieran los caminos, y los fueran recibiendo con campanas, cruces, velas encendidas y mucho acatamiento, de rodillas y besándoles las manos y los hábitos. Los frailes, sin querer recibir mucho regalo, se pusieron en marcha hacia México a pie y descalzos, a su estilo propio. Descansaron en Tlaxcala, donde se maravillaron de ver en el mercado tanta gente, y, desconociendo la lengua, por señas indicaban el cielo, dándoles a entender que ellos venían a mostrar el camino que a él conduce.
El 17 de junio de 1524, Hernán Cortés, al enterarse de la llegada sale inmediatamente a recibirlos en compañía de muchos indios y caciques principales entre ellos Cuauhtémoc (último emperador azteca). Cortés hace una reverencia frente a los franciscanos besándoles el modesto atuendo con la finalidad de que los indígenas sintieran por ellos el respeto y la obediencia que él les demostraba.
Después de esto, los Doce, con los capellanes castrenses que ya habían llegado al lado de Cortés cuando se produjo la entrada en México, como Bartolomé de Olmedo, capellán de Cortés, el clérigo Juan Díaz, Juan de las Varillas, y dos franciscanos más, fray Pedro Melgarejo y fray Diego Altamirano, se reunieron presididos por fray Martín de Valencia, que fue confirmado como custodio. Juntos hicieron un retiro de oración durante quince días, pidiendo al Señor ayuda y finalmente decidieron repartirse en cuatro centros: México, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo.
Así se iniciaba la evangelización de la Nueva España.
Las relaciones entre los frailes y los indígenas originaron, según Jerónimo de Mendieta, largas conversaciones que se plantearon no como un monólogo de los franciscanos, sino como un diálogo en el que todos hablaban y todos escuchaban.
En años recientes, se ha tenido acceso al importante «Libro de los coloquios y la doctrina cristiana», que quedó recogido en un códice guardado en la Biblioteca Vaticana, compuesto en náhuatl y castellano por Bernardino de Sahagún.
Dicho Libro constaba de treinta capítulos, y de él se conservan hoy catorce. En los capítulos 1-5 se recoge la exposición primera de la fe en Dios, en Cristo y en la Iglesia, así como la vanidad total de los ídolos. La respuesta de los indios principales, 6-7, fue extremadamente cortés: «Señores nuestros, seáis muy bien venidos; gozamos de vuestra venida, todos somos vuestros siervos, todo nos parece cosa celestial»… En cuanto al nuevo mensaje religioso «nosotros, que somos bajos y de poco saber, ¿qué podemos decir?… No nos parece cosa justa que las costumbres y ritos que nuestros antepasados nos dejaron, tuvieron por buenas y guardaron, nosotros, con liviandad, las desamparemos y destruyamos».
Informados los sacerdotes aztecas, hubo en seguida otra reunión, en la que uno de los «sátrapas», después de manifestar admiración suma por «las celestiales y divinas palabras» traídas por los frailes en las Escrituras, y tras mostrarse anonadado por el temor de provocar la ira del Señor si rechazaban el mensaje de «aquél que nos dio el ser, nuestro Señor, por quien somos y vivimos», aseguró que sería locura abandonar las leyes y costumbres de los antepasados: «Mirad que no incurramos en la ira de nuestros dioses, mirad que no se levante contra nosotros le gente popular si les dijéramos que no son dioses los que hasta aquí siempre han tenido por tales». Lo que los frailes les han expuesto, en modo alguno les ha persuadido y hablaban así con gran pena, pero con toda sinceridad: «De una manera sentimos todos: que basta haber perdido, basta que nos han tomado la potencia y jurisdicción real. En lo que toca a nuestros dioses, antes moriremos que dejar su servicio y adoración».
Tras esta declaración patética, los misioneros reiteran sus argumentos. Y al día siguiente, capítulos 9-14, hicieron una exposición positiva de la doctrina bíblica.
De lo que sigue, solo se conservan los títulos. El 26 contiene «la plática que los señores y sátrapas hicieron delante de los Doce, dándoles a entender que estaban satisfechos de todo lo que habían oído, y que les agradaba mucho la ley de nuestro señor Dios». Finalmente, se llegó a los bautismos y matrimonios «después de haber bien examinado cuáles eran sus verdaderas mujeres». Y a continuación los frailes «se despidieron de los bautizados para ir a predicar a las otras provincias de la Nueva España». Este debió ser el esquema general de las evangelizaciones posteriores.
Fuente: web.archive.org
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